Autonomías para democratizar los derechos humanos



POR HERNÁN CABRERA MARAZ

En Bolivia, la autonomía es uno de esos nuevos paradigmas y marca claramente lo que se perfila en el fututo inmediato –cargado de una serie de interrogantes y retos diversos– precisamente por la intensidad con que están ocurriendo ciertos cambios desde hace unos diez años atrás; cambios que tienen por objetivo fundamental la construcción de un Estado Plurinacional y con autonomías que se da al interior de un proceso bastante rico en hechos, en experiencias, en personajes, en actores, en demandas, en leyes, en contradicciones y en posiciones –porque en el fondo se trata de una lucha por el poder–  de una lucha por la hegemonía del poder político y económico, poder que históricamente se lo han disputado las clases sociales y las regiones tanto en la República,  como en el ahora Estado (Art. I de la Constitución Política del Estado).

Este paradigma –El paradigma– presente e inevitable de las autonomías constitucionales en sus cuatro niveles de gobierno ahora se presenta como una construcción colectiva desde el campo político y se produce en un contexto mucho mayor y complejo: el de los Derechos Humanos. La  actual Constitución Política reza un amplio catálogo de derechos sociales, civiles, políticos, económicos, culturales y religiosos contemplados desde el artículo 13 al artículo 76 de la Carta Magna; derechos humanos que desde hace algunos años han dejado de ser meros enunciados o simples declaratorias de buenas intenciones –o de un listado que está apuntado en el texto constitucional– en convenios y en pactos internacionales, para convertirse en una necesidad fundamental del ciudadano y obligación central del Estado el plasmar cada uno de esos derechos humanos en acciones, en programas y en gestiones eficientes y solidarias.

“La lucha por los derechos humanos es una tarea que abarca a todos los campos de la vida humana. De ahí su complejidad. En Bolivia, la historia ha vuelto a demostrar que pese a que los discursos no bastan, las legislaciones contribuyen a otorgar a ciudadanos y ciudadanas –así como a las colectividades y los distintos grupos sociales– un medio fundamental para la defensa de sus derechos” —sostiene Magdalena Cajías de la Vega en su ensayo “Visiones y realidades de los Derechos Humanos”.

Precisamente después de haber transitado un proceso intenso de hechos sociales y políticos en los cuales los derechos humanos fueran sido pisoteados y vulnerados tanto por el Estado como por actores privados así como también el internalizar el que el discurso y el ejercicio de los derechos humanos siempre tenía connotaciones diferentes para los gobiernos de turno y para las clases dominantes (ejemplo: para las dictaduras las acciones en defensa por la vigencia de los derechos humanos era sinónimo de cosa propia de revoltosos, comunistas o izquierdistas) así como también para los gobiernos neoliberales más duros; los derechos humanos no tenían espacios en las políticas sociales o económicas, ni tampoco eran respetados ni difundidos en su real magnitud. A esa guisa, aquellos que gritaban vivas a los derechos humanos eran fácilmente sindicalizados como enemigos del régimen democrático y, sin duda, era mejor que no se conozcan los derechos de parte del ciudadano, así éste no podía reclamar nada.

A lo largo de la historia se ha producido esta dialéctica, como lo comprueba Cajías en su mencionado estudio. Asegura que entre las élites dirigentes y los grupos subalternos no siempre existieron coincidencias sobre los valores que están en la base de la vigencia de los derechos humanos individuales y colectivos en la sociedad. Desde el retorno de la democracia en octubre de 1982 la lucha por los derechos humanos en Bolivia ha sido intensa, difícil –muchas veces dramática– debido al grado de riesgos en que se asumió esta cruzada. Los gobiernos democráticos que se sucedían en el país tenían otras prioridades; prioridades tales como garantizar la estabilidad macroeconómica, asegurar las inversiones internacionales, impulsar las exportaciones de materias primas, controlar la inflación. Fue así, en parte, como quedó relegado el generar mecanismos de desarrollo y bienestar para cada uno de los bolivianos y bolivianas. La premisa constante fue “ajustarse los cinturones”, aunque muchas familias ya no ubicaban el hueco respectivo. Todo esto significó violar los derechos humanos: despidos laborales, sueldos congelados, pobreza extrema, desnutrición, deserción escolar, mortalidad infantil, déficit habitacional alarmante, etc.

En un determinado momento, cuando la situación se tornaba ya insostenible, la clase política tuvo que hacer esfuerzos importantes para pensar en una institución que defienda los derechos humanos, que esté cerca del pueblo. Es así que luego de un pacto político se constitucionaliza en 1994 la Defensoría del Pueblo como instancia del Estado para trabajar por la vigencia y la construcción de una Cultura de los Derechos Humanos. Y, paradójicamente, es el ex dictador Hugo Banzer Suárez quien rúbrica la Ley 1818 de la Defensoría del Pueblo dando vida y funcionamiento a esta vital y necesaria institución pública.
               
Los resabios de ese tiempo de invisibilización y negación están agotándose, como también está agonizando esa visión de la política y de la gestión gubernamental en relación a la persona y a sus derechos considerándola como simple objeto o engranaje de la maquinaria; y es paulatinamente sustituida por el entendimiento de que el hombre y la mujer son los sujetos y los valores más importantes que tiene el país y hacia ellos deben estar orientados y fundamentados los planes y programas gubernamentales en todas sus instancias. En otras palabras, así como el actual gobierno pregona el “vivir bien”, ya es tiempo que ese fin último vaya convirtiéndose en la realidad de todos los días para el ciudadano.

El punto de partida y el de inflexión es la Constitución Política del Estado aprobada por más del 60% en un referéndum nacional. Para llegar a ello se han producido una serie de hechos importantes y, concentrándonos en lo que hace a los Derechos Humanos, en este marco es que los desafíos que se plantean son aún profundos y prometedores. Es así que los cambios políticos e institucionales que han repercutido en procesos de reestructuración tanto de las funciones del Estado, como de las normativas que regulan y tutelan la administración pública, busca garantizar acciones desde el Gobierno Central hacia los gobiernos locales y entidades territoriales que legitimen la autonomía, sus autonomías.

El tema de los derechos humanos aupado por las fuerzas políticas, los grupos sociales e instituciones públicas nacionales, ha cobrado cada vez mayor importancia en el ámbito de las relaciones sociales locales, regionales y nacionales. El planteamiento de los derechos humanos como una condicionante de facto en el nuevo paradigma ha surgido principalmente de las constantes luchas que han sostenido los pueblos indígenas, las organizaciones campesinas, los mineros, trabajadores, amas de casa, trabajadoras del hogar, maestros y muchos otros que alzaron las banderas de sus reivindicaciones. En ese marco se ubica nuestra lectura sobre la situación y perspectiva de la(s) autonomía(s) como manifestación de los Derechos Humanos.

Los derechos humanos son a la vez propuesta y provocación que desde la Defensoría del Pueblo serán impulsados en todos los niveles autónomos (gobernaciones, gobiernos municipales, autonomías indígenas y regionales) buscando fundamentalmente la inclusión de los Derechos Humanos en estas instancias de gestión del Estado y para el Estado, buscando profundizar el desarrollo de acciones y políticas públicas de protección integral de los derechos humanos... y con visión intercultural.

El último informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo de la ONU, “Los cambios detrás del cambio”, le señala el camino a seguir a los gobernantes y gobernados: “Uno de los grandes retos para Bolivia en la década que viene es trascender las fronteras del campo político, dar un salto hacia la garantía universal de los derechos sociales, democratizar el empleo y el trabajo dignos, y promover la interculturalidad, como condición de convivencia, reconocimiento y unidad en la diferencia”.

Cabe decir, entonces, que se arribó al tiempo de las oportunidades, al tiempo de los Derechos Humanos frente a los cambios que ya están en marcha en este nobel Estado, y uno de esos instrumentos vitales y determinantes para los cambios se deben dar en la implementación de las autonomías como un modelo de administración del Estado que implique acercar la administración al ciudadano, aproximar el poder al vecino, mejorar la calidad de la democracia descentralizando las competencias del Estado todopoderoso, construyendo y reconstruyendo instituciones con bases verdaderamente democráticas, redistribuyendo el poder político de modo que éste sea parte de las decisiones y del cotidiano de los ciudadanos, reformando profundamente las estructuras estatales –en los niveles nacional, departamental y municipal– con el objeto de que las políticas y medidas de desarrollo social y económico tengan verdadero impacto y beneficien realmente a quienes están siendo dirigidas. En esa línea, las autonomías deben necesariamente mejorar la calidad de vida de cada uno de los bolivianos luchando eficientemente contra la pobreza, con la corrupción, redistribuyendo la riqueza y principalmente impulsando una cultura de los derechos humanos en el marco de la igualdad de esos derechos.

El informe del PNUD  plantea que los cambios deben “asegurar un proceso autonómico democratizador de derechos” además de que “el escenario estatal autonómico pueda ser un espacio privilegiado para promover acciones a favor de la interculturalidad, en espacios territoriales concretos”, lo cual no deja de implicar el hecho de que la tarea es ardua y exigente para las nueve gobernaciones, para los 333 municipios, para las autonomías regionales y para las autonomías de los pueblos indígenas; entidades territoriales que no pueden mirar hacia atrás para convertirse en estatuas de sal, si no empezar a interesarse, ir trabajando de forma participativa en consolidar los instrumentos autonómicos (como lo son los estatutos departamentales y las cartas orgánicas municipales) en los cuales los derechos humanos deben ser el eje transversal, y no simples adornos o maquillajes. No sólo es importante el debate y el pedido sobre cuánto de recursos recibirá cada ente autónomo; sino cómo invertir esos recursos, para qué y para quién.
               
El proceso autonómico no debe hacerse en un mar de conflictos. La fuerza de cara al futuro es de las autonomías, sin duda. Es obvio que se presentarán una serie de situaciones conflictivas e intensas que harán que las fuerzas políticas y sociales se vayan reconfigurando y realineando en los diferentes proyectos políticos que están participando en soluciones electorales. Y es que no hay otra vía si no la democracia para la resolución de los conflictos y así lo han demostrado los pueblos en muchos sucesos históricos. La autonomía tiene que ser democrática; lo étnico como componente central. Descentralizar el poder y la riqueza, decidir cómo se los redistribuye. La oportunidad de darse una nueva Bolivia es de todos, y se tiene que avanzar en este proceso. 

Definitivamente y allende las imperfecciones y vacíos existentes en la legislación, en las voluntades hacedoras, hay que asumir que las capacidades del nuevo Estado Plurinacional Autonómico deberían también considerar la “importancia de asegurar un proceso autonómico que garantice la universalización del ejercicio de los derechos sociales”, esto implica el desafío de lograr mejorar las condiciones de acceso a la salud, educación, ingresos dignos, empleo de calidad, servicios básicos e igualdad de oportunidades para todos y todas. Sólo así los Derechos Humanos serán ejercidos. M