Arde Magreb - Cambio pacífico y Guerra Civil en el Mundo Árabe




Por Alberto Zelada Castedo

El cambio sin violencia

A propósito de la rebelión popular en Egipto, algunos recuerdan que, a lo largo de su historia, el país estuvo sometido a férreos autócratas y potencias extranjeras y que el pueblo egipcio protagonizo varias rebeliones contra la dominación.

Se recuerdan, por ejemplo, los movimientos insurgentes contra Napoleón Bonaparte
en 1789, la monarquía en 1881, el dominio británico en 1919 y 1952 y Anwar el Sadat en 1977. Estas rebeliones lograron destituir a los autócratas y expulsar a las potencias dominantes, pero no consiguieron el establecimiento de nuevos regímenes de mayor libertad.
     
El último levantamiento popular, en razón de su muy diferente marco histórico, está provocando cambios que, hasta hace poco, eran impensables. Basta mencionar el fin del largo régimen presidido por Hosni Mubarak, el cierre de la Asamblea Legislativa elegida el año pasado y la convocatoria a una consulta popular sobre reformas al ordenamiento constitucional.

Uno de los rasgos más sobresalientes de esta última rebelión es que, a pesar de su intensidad, no ha provocado actos de alta violencia, ni de parte de los insurgentes ni de parte de las fuerzas del orden. Por
esta razón, seguramente, en una nota editorial el diario ABC de Madrid califica a los resultados logrados por el movimiento insurgente como “victoria pacífica”. Otra característica, ha sido el haber provocado,
en una primera fase, la ‘abstención’ de las fuerzas armadas y, en una segunda, el apoyo de éstas. Es probable que sin la coincidencia de estos dos factores, no hubiera sido posible la caída de un régimen de
treinta años de duración.

Hace pocos meses atrás, pocos imaginaban que el gobierno de Hosni Mubarak tenía los días contados. Muchos tenían dudas sobre si la insurrección popular en Túnez pudiese contagiar con mucha rapidez a otros países del Magreb y, en general, del mundo árabe. Sin embargo, ahora ya no cabe sino dar la razón a Nicholas D. Kristof, analista de The New York Times, para quien la historia, desde 1848 hasta 1989, nos ha enseñado que los “levantamientos son contagiosos y se esparcen como reguero de pólvora”. Lo que ocurre es que en muchos lugares del mundo árabe, tal como subraya el mismo observador, “el descontento tiene raíces profundas” y “existe un deseo de mayor participación política”.

En cuanto al primer rasgo, es tentador recurrir a la experiencia egipcia para corroborar algunas de las proposiciones o hipótesis enunciadas por dos conocidos sociólogos contemporáneos pertenecientes a la orientación de la denominada “sociología del conflicto”: Lewis Cosser y Ralf Dahrendorf.
      
Al explorar los vínculos de causalidad entre el conflicto y el cambio social, el primero de estos autores, sostiene que el efecto del conflicto varía según cómo sea la sociedad en la que se produce.
     
En aquellas sociedades con estructuras flexibles, pluralistas y abiertas, el conflicto “tiende a resolver tensiones entre antagonistas” y, por consiguiente, “suele tener efectos estabilizadores”. En cambio, en sociedades con estructuras rígidas y fuerte centralización del poder, es probable que el efecto del conflicto sea diferente y que conduzca, en muchos casos, a la transformación de tales estructuras.
     
Por su parte, Dahrendorf, al reflexionar sobre la “intensidad” y la “violencia” como manifestaciones primordiales del conflicto, enuncia las siguientes hipótesis sobre tendencias hacia el cambio social: 1) un conflicto de mayor intensidad conduce a un cambio de estructura más radical, y 2) un conflicto de mayor violencia conduce a un cambio de estructura más súbito. Dicho de otra manera, la violencia no siempre
provoca un cambio radical. La profundidad y amplitud de los cambios pueden depender más de la intensidad que de la violencia del conflicto.
     
Con arreglo a estas proposiciones teóricas, es posible conjeturar que, dado que la rebelión de los egipcios ha comprometido a muchos de ellos, o sea ha presentado la fisonomía de un conflicto de alta intensidad, pero ha sido al mismo tiempo pacífica o no violenta, su consecuencia más verosímil puede ser la instauración progresiva de un régimen político democrático y una sociedad más abierta, plural y tolerante.

     
La doctrina de un “viejo pacifista”
     
     
En la incesante búsqueda de explicaciones tanto a los orígenes como al estilo de las rebeliones populares en el mundo árabe y, en particular, en Túnez y Egipto, algunos medios de comunicación trajeron a la memoria las andanzas y el pensamiento de un “viejo pacifista” - como lo calificó el diario El País de Madrid - que “enseña a combatir a los dictadores”. Se trata de Gene Sharp, doctor en Teoría Política por la Universidad de Oxford e Investigador de Asuntos Internacionales de la Universidad de Harvard que, ya retirado de muchas de sus actividades, vive en un “vecindario de clase obrera” en la ciudad de Boston.

Según varios analistas, existen buenas razones para suponer que el más conocido libro de Sharp, De la dictadura a la democracia, publicado en una primera edición en 2003, ha circulado con profusión entre los
jóvenes egipcios que condujeron el reciente levantamiento popular. Como prueba de este aserto, según explica Sherley Gay Stolberg en la citada nota de El País, el libro está disponible en la página web de los Hermanos Musulmanes.

Muchas de las técnicas empleadas por los insurrectos fueron las recomendadas
por Sharp. Al parecer, en El Cairo se produjo un fenómeno parecido al que se dio en Belgrado el año 2000 cuando importantes grupos de descontentos precipitaron la caída de Slodoban Milosevic, el antiguo
hombre fuerte de Serbia.

En aquella época, líderes de esos grupos organizaron el Centro para la No Violencia Aplicada (CANVAS), que funciona hasta ahora y el cual, según señala su director Srdja Popovic, fue uno de los resultados del “poder de la obra de Sharp”.

En el prefacio de una de las ediciones de su libro, Gene Sharp confiesa que una de sus mayores inquietudes ha sido “cómo podría la gente evitar que una dictadura se estableciera y cómo destruirla”. “Esto se ha nutrido – subraya – por la convicción de que los seres humanos no deben ser ni dominados ni destruidos por semejantes regímenes”.


Sus conclusiones y recomendaciones están inspiradas en los resultados de sus muchos años de estudio sobre las dictaduras, los “movimientos de resistencia”, las “revoluciones” y, en especial, la “auténtica lucha no violenta”. Según explica, su obra fue concebida para ofrecer “alguna orientación que apoye tanto el pensamiento como la planificación tendientes a producir movimientos de liberación”.

Es significativo el énfasis que el ensayista pone en la necesidad de recurrir, más que nada, a medios o instrumentos de acción no violentos. Estos pueden ser tanto o más eficaces que las tácticas de violencia extrema al momento de oponer resistencia al poder despótico y a los excesos de una dictadura.

Como supuesto de las acciones recomendadas, Sharp se explaya en la determinación de varias vulnerabilidades que, a la larga o a la corta, presenta toda dictadura, a pesar de la fuerte concentración del poder público que la caracteriza. Una buena recomendación para los insurrectos es no dejar de aprovechar esas vulnerabilidades y procurar que las mismas acaben por socavar las bases mismas del autoritarismo o los fundamentos del poder del autócrata. 

Tal como explica el cineasta y documentalista comentario escrito para la BBC, los participantes en el movimiento insurgente en El Cairo no niegan la influencia de las ideas de Sharp. De acuerdo con el testimonio de uno de ellos, una de las ideas del autor utilizadas fue la de “identificar los pilares” del régimen.
Sobre esa base, llegaron a la siguiente conclusión: “Si pudiéramos construir una relación con el ejército, el pilar más importante de Mubarak, hacer que se ponga a nuestro lado, entonces, el gobierno llegará a su fin”. Pasado el tiempo, no se puede negar que las acciones emprendidas por ese camino tuvieron el resultado esperado.

Lo ocurrido en Egipto y Túnez son signos elocuentes de que cualquier dictadura puede tener serias dificultades para enfrentar una rebelión popular no violenta. Asimismo, son señales de que este tipo de acción puede ser, en muchos casos, más persuasiva y eficaz que la simple violencia física, inclusive cuando la población busca expresar su descontento y reorientar las políticas públicas. La pura violencia, en cambio, puede ser contraproducente al reforzar y no debilitar el poder de la autocracia. En forma clara, Gene Sharp enfatiza: “En el momento en que uno opta por la lucha violenta, está decidiendo enfrentarse a un enemigo mejor armado y hay que ser más inteligente que eso”.

Una guerra civil de incierto desenlace

En marcado contraste con lo ocurrido en Túnez y Egipto, las protestas en Libia han conducido al país a una guerra civil cuyo resultado, aún hoy, es difícil de pronosticar. La situación se ha tornado más complicada debido a la intervención armada externa enmarcada, nada menos, que en una resolución del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

Esta intervención es considerada, por algunos, como una “arriesgada misión” y por otros como una “injerencia humanitaria”. No faltan quienes la califican como una “peligrosa aventura”, mientras que otros se aventuran a considerarla como una “guerra justa”.

Lo cierto es que el grupo de países liderizados por Francia y Gran Bretaña y respaldados con poco entusiasmo por los Estados Unidos, están envueltos en un “laberinto” – según la expresión usada por el diario Clarín de Buenos Aires – del que les costará salir. Como consecuencia de la intervención externa, así como del enfrentamiento armado en el territorio libio, la situación en el país africano tiende a un equilibrio inestable entre las fuerzas políticas que disputan el poder.

La acción colectiva, conducida por la OTAN y apoyada en el uso de la fuerza armada, fue autorizada por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas mediante su Resolución 1973, aprobado el pasado 17 de marzo. 

Es oportuno recordar que, según el artículo 39 de la Carta de las Naciones Unidas, el Consejo tiene competencia para emitir “recomendaciones” y adoptar “medidas” en caso de que determine que existe una de estas tres situaciones: una “amenaza a la paz”, un “quebrantamiento de la paz” o un “acto de agresión”. Es dudosa la facultad del Consejo para llevar adelante acciones colectivas para hacer frente a probables o reales violaciones a las normas del Derecho Internacional Humanitario y del régimen jurídico sobre Derechos Humanos y mucho más dudosa la competencia para autorizar a países miembros para que lleven adelante acciones que supongan el uso de fuerzas armadas. A pesar de estas dudas, no es la primera vez que el Consejo procede de esta manera. Cosa parecida ocurrió con motivo de diversas crisis en la península de los Balcanes. Es posible que esta especie de práctica basada, según algunos especialistas, en una interpretación flexible de las normas de la Carta, haya determinado que, en la presente circunstancia, no surjan muchos comentarios sobre el particular. En todo caso, son otras las preocupaciones que se han puesto de manifiesto.

Una de ellas se refiere al alcance que tendrán las acciones emprendidas por la “coalición” integrada por Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia, España, Holanda, Noruega, Italia, Canadá, Dinamarca y Qatar. Según la Resolución 1973, los países miembros de las Naciones Unidas están autorizados a adoptar “todas las medidas necesarias”, en forma individual o colectiva, para “proteger a los civiles y las zonas pobladas por civiles” en Libia. Sin embargo, de tales medidas queda expresamente excluido el uso de “una fuerza de ocupación extranjera” en el territorio libio. Como medida práctica, se autoriza el establecimiento de “una prohibición de todos los vuelos aéreos en el espacio aéreo” de Libia.

Cabe entender que la acción colectiva, por lo menos aquella con el uso de fuerzas armadas, queda limitada a vigilar o hacer efectiva la “zona de exclusión aérea”. Sin embargo, algunos analistas presumen que, por su propia índole, esta misión podría requerir, aparte del apoyo de aviones y buques de guerra, algún tipo de apoyo en tierra.

Por el momento, las fuerzas de Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos han dirigido sus ataques a objetivos en el territorio continental libio, sin que se sepa si los mismos eran necesarios para garantizar el régimen de prohibición de vuelos. En todo caso, estos ataques han debilitado algunos de los recursos en manos del coronel Gadafi y, de esa manera, han mejorado la posición relativa de las fuerzas rebeldes.


Otras preocupaciones son de índole más bien política. No están del todo claros ni los objetivos políticos de la acción colectiva ni el desenlace del conflicto. Bernd Riegert, en una nota para la Deutsche Welle, advierte que “una intervención externa sólo tiene sentido si se trata de derrotar al régimen” del coronel Gadafi. “No habrá solución estable y duradera en Libia ―subraya― sin cambios en el poder”.

El punto al que ha llegado la situación en el país africano se expresa con claridad en la pregunta que se hace Arturo Wallace, comentarista de la BBC: “¿Y si nadie gana en Libia?”. Dicho de otra manera, la interrogante crucial es “¿cómo sacar al conflicto del punto muerto en el que se encuentra?”.


Una posibilidad, dice el analista, sería un mayor esfuerzo bélico o una “intervención más decidida de occidente”. Sin embargo, la barrera son los límites fijados por la resolución del Consejo de Seguridad.

Según algunos observadores lo hecho hasta ahora ha ido más allá de lo autorizado por el Consejo.

Una segunda posibilidad sería aceptar la “fragmentación”, así sea transitoria, de Libia: el oeste en manos del gobierno de Gadafi y el este bajo la autoridad de los grupos insurgentes.

La última posibilidad sería alentar o apoyar un “diálogo político” entre las partes. El principal obstáculo para esta vía sigue siendo la posición de los rebeldes en cuanto a la salida del actual gobernante libio.

Es poco probable que el grupo de países responsables de la acción armada tenga capacidad para impulsar un diálogo político. Por ello, necesita la ayuda de alguien que esté fuera de la “coalición”. Hace dos semanas, Turquía ofreció su concurso y la Unión Africana intentó sus buenos oficios. Por lo pronto, ambos esfuerzos han fracasado, con lo cual persiste la incertidumbre.


En un evidente esfuerzo para salir del atolladero o, al menos, para precisar los objetivos políticos de la intervención, los gobiernos de Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos han expresado, en un documento cursado al Secretario General de la Naciones Unidas, que el retiro del coronel Gadafi del gobierno de Libia es una condición necesaria para lograr una solución política. Con todo, no está definida con precisión la manera de conseguir la instauración de un nuevo régimen de gobierno para Libia.

Por el momento, se sabe que los rebeldes, según declaraciones de Abdul Hafiz Ghoga, integrante del Consejo Interino establecido en la ciudad de Benghazi, tienen el “propósito final de tener una nación libre, una constitución y un gobierno electo”. “Queremos una república ―dice― no un país manejado por un solo hombre y a su propio antojo”.

Entre tanto, a la inversa de lo ocurrido en Túnez y Egipto, el intento de cambiar el régimen político en Libia tiene ya un alto costo en vidas humanas y recursos económicos. Lo que pudo haber sido un proceso más o menos pacífico, se ha convertido en una dura contienda armada.

Varios observadores coinciden en señalar que las características de los dos procesos derivan de la diferente composición y configuración de las sociedades de estos países.

La sociedad libia está integrada por tribus tradicionales más que por clases sociales, las cuales mantienen formas de lealtad o conflicto basadas en valores étnicos, familiares y religiosos.

Las sociedades tunecina y egipcia, en cambio, se caracterizan por su mayor heterogeneidad y complejidad, así como por sus rasgos más modernos entre los cuales se destaca la más precisa configuración de clases sociales.

Estas formaciones condicionaron la naturaleza de los respectivos sistemas políticos. Si bien los tres no eran democráticos o, al menos, no eran democracias liberales, sus rasgos autocráticos eran un tanto diferentes. Las autocracias tunecina y egipcia se basaban en algunas instituciones propias de los sistemas democráticos, como elecciones periódicas y parlamento elegido. La autocracia libia, por su parte, tiene un carácter más personalista y funda su poder en una particular alianza tribal.