Por Mirna Inturias Canedo
La autora es socióloga, investigadora social especialista en temas indígenas, identidad e interculturalidad, transformación de conflictos ambientales, entre otros. Docente universitaria en la Universidad NUR, trabaja en la Fundación TIERRA, Santa Cruz.
Para la redacción del presente artículo usamos como fuentes los datos presentados por fBDM, 2011 en su artículo “Radiografía de la Santa Cruz profunda” y algunos datos del libro de Velásquez-Inturias, 2011 ¿Qué nos une y que nos divide? Investigación realizada a pedido de la “Plataforma Interinstitucional Construyendo Paz”.
La ciudad de Santa Cruz, considerada una de las ciudades más multiculturales y plurales del país, se caracteriza por la relación y convivencia de diferentes culturas. Estas relaciones tienen raíces históricas y responden a la realidad de cada momento histórico. El desafío actual es pasar de la simple tolerancia al ejercicio de un verdadero pluralismo.
De acuerdo al Dossier publicado por la Fundación Boliviana por la Democracia Multipartidaria (fBDM2) en 2011, “Santa Cruz ha sido y es la ciudad más atractiva para migrar, además de ser una de las 14 ciudades que más ha crecido en el mundo los últimos 10 años”; y de contar con 40.000 habitantes a mediados del siglo pasado actualmente tiene aproximadamente dos millones de habitantes. Indudablemente, esta ciudad alberga una realidad multicultural y plural innegable.
Pero esta realidad diversa y de interrelación con los otros no es un fenómeno reciente. Antes de la conquista española, Santa Cruz estaba poblada por una diversidad de pueblos indígenas que tenían relaciones de alianzas y guerras. Solamente en la región que los conquistadores denominaron Chiquitania se identificaron en vísperas de la conquista entre 30.000 y 50.000 personas; existían varios grupos con lenguas y culturas diferentes de origen lingüístico arawak.
En la época prehispánica, el grupo lingüístico tupiguaraní fue uno de los más numerosos y extensos, los cuales migraban procedentes tanto de Paraguay como del litoral brasileño y conquistaron a zamucos, tobas y chanés. Del mestizaje entre guaraní y chané surgió el grupo chiriguano que actualmente se autodefine “guaraní” y habita la región del Chaco (Inturias, 2007).
Durante la época prehispánica se identificaron en el actual departamento de Santa Cruz cerca a 40 pueblos indígenas; en la actualidad quedaron reducidos y habitan en Santa Cruz 5 pueblos: ayoreos, guarayos, guaraníes, chiquitanos y los yuracaré- mojeños ―todos minorías étnicas si los comparamos con los quechuas o aymarás―. No obstante, lo anterior no significa que sean menos importantes. Desde una perspectiva cualitativa son significativos al poseer una propia cultura expresada en un territorio, lengua, religiosidad, justicia, etc.
El hecho es que producto del encuentro entre estos pueblos originarios y los españoles se producen relaciones donde prima el conflicto y el dominio de una cultura sobre otra. A esta mutua fecundación cuyo fruto es un ethos cultural nuevo, la denominamos “mestizaje cultural” (con esta categoría no pretendo en ningún momento ideologizar el análisis y menos encubrir una conflictividad histórica presente). Me interesa simplemente mostrar que, producto de esas relaciones entre culturas, tenemos una realidad actual diversa, cambiante y porosa.
La actual ciudad de Santa Cruz, en relación a otras ciudades de nuestra Bolivia, es considerada uno de los espacios más plurales y de mayor diversidad cultural, característica multicultural estrechamente relacionada con el factor migratorio que, si bien no es el único, sí es uno de los más importantes, pues nos modela un nuevo rostro cruceño a partir de la relación entre diferentes culturas y, por consiguiente, la construcción de diferentes identidades.
Recurriendo a algunos datos estadísticos en relación a las preguntas de autoidentificación indígena y pertenencia racial, nos encontramos con que 72% de los encuestados afirma no identificarse con ningún pueblo indígena, y aplicando la pregunta, que remite a categoría racial, el 82% se considera mestizo3; sin duda son datos que parecerían contradictorios a los manejados por el INE en el censo del 2001. De acuerdo a esta fuente el 62% de la población boliviana se autodefine indígena; sin embargo, analizando los datos por departamento podemos ver que en Santa Cruz (capital) el 65,45% de la población no se autoidentifica indígena.
En frío, estos datos nos remiten a categorías homogenizantes tales como la de ‘mestizo’, pero detrás de estos conceptos totalizantes está lo diverso, y justamente la diversidad no necesariamente tiene que expresarse en porcentajes, en cantidad y número, pues responde más bien a un criterio de cualidad: un pueblo “x” puede contar con 20 familias pero al poseer una lengua vernácula, una visión particular del mundo, un territorio, etc., su ser es innegable. En síntesis, la diversidad va más allá de la cantidad.
Pero, de acuerdo a las estadísticas, nos preguntamos: ¿dónde están entonces los indígenas que migran a las ciudades? De acuerdo al estudio de la fBDM citado anteriormente, el 66% de los encuestados no asume ninguna pertenencia étnica; de los que respondieron afirmativamente, 15% se considera quechua, 8% aymará y en porcentajes más bajos chiquitanos, guaraníes y mojeños. Para explicar este fenómeno es importante considerar las estrategias identitarias que desarrollan las minorías en las ciudades.
De acuerdo a Xavier Albó, (citado en PNUD, 2004), los indígenas en las ciudades generalmente siguen dos estrategias identitarias, diluirse o reafirmarse. La primera significa la negación gradual de la identidad original a fin de intentar acceder al grupo dominante, lo cual no es nada sencillo y en general conlleva problemas y frustraciones. La segunda estrategia busca construir comunidades urbanas similares a las de origen ―cual es el caso de los ayoreos―, que tal vez son los indígenas más visibles de tierras bajas que piden limosna y venden sus artesanías en las calles cruceñas (generalmente son confundidos por los citadinos y denominados ‘guarayos’). Por consiguiente, entre estos dos caminos tenemos un gran número de indígenas que optan por la primera estrategia —el diluir diluirse o mimetizarse—; se emplean como albañiles, empleadas domésticas, personal de servicio, etc. y son reconocidos desde esta dimensión por los “otros” ocultando por consiguiente su dimensión étnica.
En esta vorágine de números cabe preguntarse: ¿donde están los denominados ‘collas’? Es fácil imaginar que al igual que los cambas, están diluidos en esa masa autoidentificada mestiza.
Un dato estadístico que llama la atención es el que resulta de la pregunta: ¿Qué cantidad de collas crees que viven en la ciudad de Santa Cruz? Las personas originarias del oriente piensan que más del 60% de la población de la ciudad es ‘colla’, por lo tanto hay un sentimiento de invasión un tanto sobredimensionado (Velásquez, Inturias – 2011). Sin embargo, de acuerdo a datos del INE (2001) el 21% de la población cruceña son inmigrantes provenientes en su mayoría de los departamentos de Cochabamba y Chuquisaca; la fBDM (2011) tiene como dato que 59% de los encuestados nacieron en Santa Cruz y 41% no.
Más allá de las estadísticas, la realidad cruceña es producto de una interrelación entre collas, cambas, chapacos, etc., y es difícil aseverar el que existan familias puramente cambas, puramente collas o puramente
chapacas (sin pretender restar importancia a la migración extranjera, la que no es objeto de este artículo). Es mucho más criterioso partir del principio de que las culturas están en constante interrelación y así no caer en la debilidad hablar de guetos o de culturas aisladas; por tanto, la dualidad cambas/collas resulta claramente una dualidad falsa instrumentalizada con y para fines políticos.
Lo que interesa analizar es: ¿cómo se relacionan estas culturas? ¿Qué tipo de relaciones han construido? Son preguntas necesarias en el análisis porque estas relaciones, sus diferencias y sus similitudes, son la clave para una comprensión de procesos recurrentes de desigualdad social. Las distintas interculturalidades, las diferentes maneras de aproximarse al ‘otro’ han definido nuestro mundo de una manera concreta que estamos a tiempo de reconducir siempre y cuando tengamos conciencia de la oportunidad que nos brindan otras maneras de vivir (Cabrero, 2008).
De acuerdo a Todorov, 2003, el ‘otro’ puede ser o tornarse un ‘problema’ especialmente si hay conflicto de intereses; pero estos intereses vienen determinados muchas veces por la forma como miramos el mundo; es decir al ‘otro’. Este autor, nos plantea dos formas de concebir al ‘otro’: como problema, visto como alius (el diferente, el inferior a mí) y como el alter (mi otro ‘yo’). El reconocimiento al ‘otro’ como alter debería ser un primer punto de partida; el siguiente paso es el que nos plantea Sartori al diferenciar “multiculturalismo” de “pluralismo cultural” ―si es que el primero constituye “una política que promueve las diferencias étnicas y culturales”― es decir, una acción pública que no sólo acepta las distinciones entre los grupos humanos, sino que además las ensalza.
El “pluralismo cultural” trabaja con los disensos pero no promueve los conflictos. En democracia no debería haber ni consenso pleno ni conflicto abierto, solo disensos. Entonces, una sociedad plural y abierta es aquella que acoge incluso a quienes la rechazan, que pese a ello pelea por su integración y, en tal sentido, no renuncia nunca a conformar una sola comunidad entre diferentes (Cabrero, 2008).
En ese sentido, una sociedad plural no es simplemente tolerante sino mucho más que eso. Para el autor, la tolerancia se limita al mero respeto de los valores ajenos. Tolerar es pues aguantar al diferente; dejando estar, pero sin compartir nada con él; algo mínimo, reducido. En cambio, una sociedad plural no se limita a tolerar; va más allá. Afirma como valor propio la diversidad y el disenso, pues la enriquecen. En esta medida, no sólo admite en su seno a los distintos sino que reconoce que lo diverso le es valioso y que el disenso es la base de una democracia digna del tal nombre.
Desde esa perspectiva es válido afirmar que la sociedad cruceña es una sociedad plural pero no así pluralista. Lo primero hace referencia a la variedad, mientras que lo segundo es una afirmación de que la variedad es un bien común a ser preservado.
Todas las sociedades son plurales pero no así pluralistas, por tanto el desafío como cruceños y bolivianos es la construcción de una ética intercultural y para esto se precisa sobre todo reconocer al otro y valorar el diálogo; si nos creemos completamente soberanos podrá haber tolerancia, pero nunca pluralismo, de ahí que tengamos esa apertura de corazón a los desconocidos. “Porque si no se acepta un punto trascendente incomprensible, entonces es evidente que si uno tiene la razón el otro no la tiene” (Cabrero, 2008).